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UN AÑO MÁS DE IGNOMINIA TRAS LAS REJAS. Miguel Ángel Beltrán Villegas
Publicado por Larga vida a las mariposas
A las 10:03
[Con Cero Comentarios]
UN AÑO MÁS DE IGNOMINIA TRAS LAS REJAS:
LA CARCEL SE VIVE COMO TRAGEDIA Y SE
REPITE COMO…TRAGEDIA
Por Miguel
Ángel Beltrán Villegas (*)
Yo no soy un escritor: no puedo callar pero en mi callan muchos hombres que no conozco. Sus estallidos me convierten de vez en cuando en escritor.
Elias Canetti
(*) Profesor Universitario. Preso Político.
Dedico este escrito a mi compañera, hijos, hermano hermanas, cuñados, amigos y
amigas que con su visita semanal han hecho más llevadero este nuevo año de
prisión.
Hoy cumplo un año de haber sido privado de mi
libertad, este es casi el mismo tiempo que ha trascurrido desde el nacimiento
de mi hijo menor, el pequeño osito. Todavía impregnaban mi cuerpo los olores a
placenta, leche materna y hierbas medicinales, cuando aquel viernes 31 de julio
un sorpresivo retén de policía atravesado en la vía me detuvo muy cerca de la
notaría donde hacía las gestiones para el registro civil del bebé. En los
primeros días de detención pensé muchas veces en esos largos segundos transcurridos
inmediatamente después que aquel joven y afable policía solicitó mi
identificación, y durante los cuales tuve la plena conciencia de que una vez el
agente de la fuerza pública digitara mi número de cédula, ya nada podría
hacerse ¿debí entonces, fingir que había extraviado mis documentos y reportar
un número diferente? o ¿advertirle que tenía problemas judiciales “menores” y
luego proponerle que pagaría por su
silencio? Al final concluí que lo que yo quería y debía hacer, fue precisamente
lo que hice, aunque el dolor de estar de
nuevo lejos de mi esposa e hijos me desgarraría el alma.
Los primeros tres días de detención permanecí en la URI de Puente Aranda
De esa fecha hasta hoy, son más de trescientos
sesenta días, que en la infinita curva del tiempo, parecieran confundirse con
la misma eternidad, pues cada día de la semana, el mes o el año vivido en
prisión, se parece a otro día de la siguiente semana, mes o año, como un grano
de arroz se parece a otro grano de arroz;
solo la visita de familiares y amigos
marca la diferencia temporal para pronto esfumarse en el torrente de una incesante monotonía. Y es que en el penal el tiempo no fluye: después del
conteo de internos los días se quedan atrapados en la primera hora de la
mañana. Aquí, detrás de estos muros estamos conminados a padecer el eterno
tormento de Sísifo arrastrando momento a momento una agobiante condena; pero a
diferencia del protagonista de aquel mito griego, que sube hasta la cima de la
montaña una pesada piedra de donde vuelve a caer una y otra vez, nuestro
trayecto cotidiano es más corto: oscila entre
un estrecho y ruidoso pasillo que disputamos con 240 internos más, y una celda oscura de 3x4m,
cuyo paso es advertido por el tintineo metálico producido por los carceleros al
abrir y cerrar las puertas en intervalos de 12 horas.
En el discurrir de esas inamovibles horas los
reclusos vamos empequeñeciendo y perdiendo nuestra condición humana, de manera
tal que el interno que retorna a su celda, al caer la tarde, ya no es el mismo
que salió esa mañana: es un ser disminuido en su naturaleza humana; un retazo
de hombre sumido en la iniquidad por otros que dicen cumplir una tarea “resocializadora”; una piltrafa
viviente corroída por los vicios
que derivan de la misma sociedad
que los condena; un corazón atormentado, que se siente despreciado por otros
hombres infelices como él; una
abominable criatura que teme ver su reflejo en el espejo ¿Acaso el genial Kafka
habría imaginado una metamorfosis igual?
Para un cuerpo cautivo pocas cosas resultan
tan angustiosas como ver siempre los mismos muros, las mismas puertas, las
mismas rejas, el mismo menú y hasta los mismos rostros con su frustración
permanente y un efímero entusiasmo que, muy de cuando en cuando, brota de sus
lúgubres corazones. Quizás nadie me haya comunicado con tanta crudeza y simplicidad esta desesperante sensación, como
lo hiciera uno de mis compañeros de celda, un día que no pudo adquirir su
acostumbrada dosis de marihuana: “profe.
me dijo golpeando con su puño la pared- maldigo la hora en que me dejé meter en
este hijueputa hueco; preferiría estar muerto. Si entro a la celda
o salgo al patio todos los días veo la misma mierda, no puedo tomar aire ni
sol, ni siquiera tirarme un pedo tranquilo…”
Aunque para mi infortunio en aquella ocasión
pudo vencer esta restricción, no deja de ser cierto que las palabras se quedan
cortas para describir la angustia, desolación y muerte en vida que anida en
estas heladas bóvedas. Y si el lenguaje escrito lograse comunicar estos sentimientos,
mi pluma haría suya aquella célebre frase de Napoleón Bonaparte al conocer la capitulación del ejército francés en la Batalla de Bailén: “hay cosas
que no pueden escribirse”. Sin embargo, cuando las palabras enmudecen, las
imágenes cobran toda su fuerza y asaltan nuestro cerebro para atropellarnos con
su tropel confuso de recuerdos buscando no sólo descorrer el velo de una
realidad que pretende erigirse como una fortaleza inexpugnable, sino para
recordarnos que, aunque detrás de estos muros yace inane la esperanza: “nada de
lo humano nos debe ser ajeno”
Una de éstas imágenes es la de “Peluche”
quien recobró su libertad en Diciembre pasado. La primera vez que lo observé,
creí hallarme no ante un hombre si no frente a un espectro nocturno que se
desplazaba por el patio como un ruinoso saco de huesos movido por algunos hilos invisibles. Apenas cruzaba
la frontera de los 40 años (la mitad de los cuales había pasado en prisión),
pero su apariencia era de un decrépito y encorvado anciano forrado de una
lívida piel plagada de erupciones cutáneas. Tan pronto advertía mi presencia
llegaba hasta mí y me extendía su raquítica mano para ofrecerme desde unos
jeans usados –que pretendía hacer pasar por nuevos- hasta unos sobres de
metronidazol con fecha vencida. En cada encuentro lograba convencerme de
obsequiarle un jabón, una porción de café, un paquete de galletas o un rollo de papel higiénico que enseguida
ofrecía al siguiente interno que abordaba. Sus carnes enjutas y sus grandes
ojos negros enclavados en unas profundas y calaverudas órbitas contrastaban con
el recio tono varonil de su voz, único vestigio, como no, de aquellos años
juveniles derrochados entre las rejas de la prisión y la inocultable inmersión
en el mundo de las drogas alucinógenas.
Con todo, lo que más me impresionó de “Peluche”
no fue su avejentado aspecto exterior, sino su lamentable actitud ante la vida.
En los meses que compartió patio conmigo, jamás descubrí en él, el más mínimo
resquicio de un anhelo que intentara trascender su supervivencia animal. Apenas
si dejaba entrever una débil sonrisa cuando le ofrecían un mendrugo de pan, y
si alguien le rechazaba con hostilidad, inclinaba su cabeza vencido y sometido
a un indignante conformismo apenas comparable con la más abyecta servidumbre. Recuerdo que en
cierta ocasión conversaba con él y, de pronto, se acercó otro interno que le
reclamó por un encendedor que al parecer no había devuelto. Por toda respuesta “Peluche”
esbozó algo similar a una socarrona risa; y el ofendido reclamante, sin mediar palabra
alguna, descargó una sonora bofetada en su mejilla. “Peluche” apenas si sacudió
su cabeza y se quedó mirando fijamente el piso, como un esclavo que en un acto
de contrición acepta con resignación su “castigo”.
Otra dolorosa imagen es la de Daniel, un
paciente psiquiátrico cuyos medicamentos le impedían mantener un control
adecuado de sus esfínteres, por lo que a su paso iba dejando un gelatinoso
rastro de mierda acompañado de nauseabundos olores, que le merecían el
desprecio y, en no pocas ocasiones, los insultos y golpes de los demás reclusos
que se resistían a comprender su situación, y
a empellones le forzaban a limpiar el piso. Con seguridad un perro
callejero o un par de zapatos viejos hubiesen
merecido una más generosa consideración. Sin embargo, los ojos de Daniel no
reflejaban ni odio ni rencor sólo el sentimiento de terror que podría expresar
un niño que ha sido abandonado ante una amenazante manada de lobos. Si ese
momento hubiese un artista capaz de captar todas las expresiones de su rostro,
con seguridad que personificaría en Daniel el horror que debieron experimentar
los judíos condenados a la cámara de gas, en los campos de concentración Nazi,
durante la segunda guerra mundial.
Cabe advertir, sin embargo, que no siempre
los internos que padecen alteraciones psíquicas, asumen esta actitud pasiva, Es
común por ejemplo que algunos de estos reclusos infectados por el VIH se
practiquen incisiones en sus manos o brazos, y amenacen con su sangre
contaminada a los demás compañeros, para presionar la entrega de medicamentos
por parte del Establecimiento Carcelario. Situaciones como estas no deberían
registrarse si los funcionarios del
INPEC dieran cumplimiento al
Código Penitenciario y Carcelario que obliga a las clasificación de internos de
acuerdo con sus condiciones de salud física y mental, designando su ubicación
en un sitio especial a quienes sufren trastornos psíquicos. Más aún, el mencionado Código es claro en afirmar que dichos anexos o
pabellones psiquiátricos están destinados a desaparecer y su función debe ser
asumida por los establecimientos especializados del sistema Nacional de Salud.
Escribía Carlos Marx, en El 18 Brumario de Luis Bonaparte que la “historia se vive como tragedia y se
repite como comedia”. Sin embargo, ahora que repaso estos doce meses de prisión, los cuales se suman a
los cerca de veinticinco que padecí con
anterioridad, me siento tentado a escribir que respecto a la cárcel es
necesario aclarar que ésta se vive como tragedia y se repite como…..tragedia. De
esta situación tomé conciencia pocos minutos después de haber ingresado
nuevamente al Establecimiento Reclusorio de máxima seguridad del ERON, y un
alto y corpulento guardia que me practicaba una intrusiva requisa, casi me
levantó por el aire y estuvo a punto de estamparme en la pared, como quien se
deshace de un molesto zancudo, sólo porque le dije, -invocando no el código
penitenciario y carcelario, sino el sentido común– que estaba abusando de su
autoridad.
-No se le olvide que ahora usted está preso
en una cárcel, y aquí no tiene ningún derecho -me gritó, mientras atenazaba con
sus gruesas manazas de gorila mi camisa-
-Eso lo veremos –le respondí.
Y aunque mis palabras salieron como un débil
hilillo de voz, apenas audible al oído humano, cobraron la suficiente fuerza retadora para provocar en el guardia una
desproporcionada reacción. Fue entonces cuando sacó su bastón de mando (o garrote) y arrinconándome en una esquina
del salón lo atravesó horizontalmente sobre mi cuello como si fuera a
degollarme, mientras exclamaba a todo pulmón
-gran hijueputa ¿me está amenazando?
Al lado suyo un auxiliar bachiller repetía
todos sus agresivos movimientos corporales intentando incluso secundarlo con su
grave voz. Mientras permanecía en esa humillante posición tomé un poco de aire,
apenas el suficiente para dar sonoridad a mi voz, y con una fría serenidad le
respondí:
-No lo estoy amenazando, pero si
advirtiéndole que conozco mis derechos. De inmediato traté de identificar su
nombre que llevaba oculto bajo una gruesa casaca azul, procurando que el
agresor se diera cuenta de mi propósito.
El hombre me observó por largos segundos con
una profunda mirada de fastidio y desprecio, esperando tal vez una airada
reacción de parte mía, la cual nunca llegó, y luego en un inexplicable gesto de
resignación se retiró diciéndole al auxiliar bachiller:
-Ocúpese de ese maricón y tómele todos sus
datos porque vamos a dejarlo una semana en el calabozo, para que vaya cogiendo
el paso.
No fue nada difícil
darme cuenta que la advertencia iba dirigida a intimidar a los internos ubicados
a pocos metros de allí, en espera de la requisa; sin embargo, sus palabras
habían perdido fuerza y apenas si lograron sorprender a algún ingenuo reo que
por primera vez enfrentaba las realidades de la prisión. Pero esa no parecía ser la condición de la
gran mayoría que observaba expectante aquella escena, con un callado y espontáneo
gesto de solidaridad hacia mí.
Mi ingreso al ERON generó en mi un gran impacto pese haber estado allí o quizás por ese mismo hecho
Uno de los internos presentes con quien horas
después tuve oportunidad de conversar mientras aguardábamos la reseña dactilar me confesó, luego de alcanzar un cierto
clima de confianza, que ellos estaban convencidos que yo debía ser un “man
duro” y que el guardia había cometido la brutalidad de agredirme sin saber con
quién se estaba metiendo, (¿usted no sabe quién es él?). Él mismo contribuyó a
alimentar esta fantástica historia relatándoles como me habían trasladado desde
la Unidad de Reacción Inmediata (URI) de Puente Aranda, encerrado en una tanqueta
y acompañado de una fuerte escolta motorizada. Si mi interlocutor hubiese sabido
que en el colegio tenía ganada una buena fama de tonto, sumado a un largo
historial de peleas en las que resulté vencedor por mi velocidad en el trote, seguro hubiese
replanteado su hipótesis. Pero como por lo pronto no había a la vista ningún
condiscípulo que pudiera testimoniar sobre este vergonzante y lejano pasado,
durante algunas horas fui tratado como si fuese un héroe de guerra; y cuando
ingresé a las celdas primarias, donde hacinan a los presos mientras les asignan
patio, éstos que ya estaban informados de mi “hazaña” abrieron una calle de honor
a mi paso y no faltaron los ofrecimientos de cigarrillos, galletas y café que
yo rechacé con formas amables, haciendo un gran esfuerzo por ocultar mi
identidad de profesor universitario desempleado, y sin lograr comprender aún
porque estos hombres que en su vida delictiva viven de desafiar el ordenamiento
legal, se muestran tan sumisos y
medrosos frente a las autoridades penitenciarias. Percepción que pude
corroborar después cuando supe de muchos presos que en la calle se
caracterizaron por su crueldad y osadía, y en prisión parecían dóciles personas
que temían hasta de la punzada de una aguja hipodérmica o televidentes que lloraban
desconsoladamente viendo alguna triste escena de una telenovela mexicana.
Ese primer día de reclusión no tuve contacto
con ningún preso político y sólo lo tendría el día siguiente al ser remitido al
ERON, después de un fugaz paso por el pabellón cuarto del viejo penal. Para las
directivas del Centro Carcelario yo no podía permanecer en un establecimiento
de mediana seguridad porque según consultas hechas por internet yo era “Jaime
Cienfuegos. Integrante de la Comisión Internacional de la FARC”. Así me lo
manifestó sin ningún pudor la entonces Subdirectora, del COMEB-Picota, Magnolia
Angulo cuando personalmente me condujo a la Cárcel de Máxima Seguridad del
ERON, acompañado de un estricto dispositivo de seguridad.
Mi ingreso a la misma estructura
penitenciaria de la cual salí en libertad tras ser absuelto de todos los cargos
por la juez cuarta penal de Bogotá, generó en mi un gran impacto pese a haber
estado allí, o quizás por ese mismo hecho, pues la primera sensación que experimenté
fue que todo permanecía intacto tal cual lo abandoné cuatro años atrás, cuando
recuperé mi libertad, como si tuviera ante mis ojos una instantánea fotográfica.
José Ángel Parra Bernal, preso político de la
FARC-EP, a quien los médicos le habían pronosticado una esperanza de vida de
solo cinco años, seguía librando con voluntad férrea una titánica lucha para
que le fuera suministrado el imatinib, medicamento vital que requería para el
tratamiento de su cáncer en la sangre; al mismo tiempo continuaba exigiendo
condiciones dignas de habitabilidad en este centro de reclusión. Su caso había
llegado hasta las puertas de la Corte Interamericana de Derechos Humanos,
organismo que le otorgó medidas cautelares, aunque esto no obstaba para que se le suspendiera el suministro del
medicamento hasta por lapsos mayores de un mes y se le mantuviera en una celda donde
apenas
se le suministraba agua tres horas al día.
Orlando Albeiro Traslaviña, ahora tenía a
cargo la dirección del colectivo de presos políticos del patio 14, su recuerdo
estaba muy fresco en mi memoria, entre otras cosas porque acababa de concluir
un capítulo del libro las FARC-EP (1950-2015): Luchas de Ira y Esperanza, con
base en uno de sus manuscritos y recordando la obra de Pirandello fue como enfrentar
a un personaje en busca de su autor. Cuando lo divisé a la distancia le saludé
con gran efusividad, pero sentí que su reacción fue fría y distante pues apenas
si me respondió con un imperceptible movimiento de su brazo. Un tanto desconcertado
por su actitud, esperé que estuviera cerca para abordarlo e indagar sobre su
extraño comportamiento. Fue entonces cuando advertí que estaba a punto de
quedar ciego por las reiteradas negativas del INPEC, para su remisión a las
citas de control de su córnea trasplantada. Hasta entonces mi corporeidad había
sido una oscura sombra en su retina. Aunque en ese momento no
logramos conversar mucho porque llegó la hora de “la contada”, pude darme
cuenta con sorpresa que a raíz de las negligencias en salud, Traslaviña estaba
perdiendo también su audición.
Fue entonces cuando advertí que Traslaviña estaba a punto de quedar
ciego por la negligencia del INPEC
Con el correr de los días fui encontrando
algunos rostros vagamente conocidos con quienes me había cruzado en momentos
anteriores de mi privación de libertad; sin embargo, la gran mayoría de internos
eran extraños para mí. Muchos de ellos pertenecían a las bandas criminales de
los “Urabeños” y “Rastrojos” o a grupos paramilitares del Casanare, Bloque
Capital o las “Águilas Negras”, organización ésta que meses atrás había amenazado a un grupo de profesores
y estudiantes universitarios, solidarios con la defensa del pensamiento
crítico.
La primera noche en el penal, reaparecieron en mi mente todos los recuerdos de la cárcel,
como si jamás se hubieran marchado de la
memoria: algunos olores, sabores, lugares y situaciones me eran dolorosamente
familiares; así las semanas siguientes se encargarían de reafirmarme que muy
pocas cosas habían cambiado. Más aún,
aquellas que lo hicieron fue para empeorar: las restricciones para el ingreso
de libros, prensa, revistas, hojas blancas y cuadernos, aumentaron; la
recepción de correspondencia de los internos ahora sólo se hacía una vez a la
semana, aunque había meses en que era imposible enviar o recibir una carta; el
derecho constitucional a presentar peticiones respetuosas a las autoridades, quedó
relegado para el día jueves. Sin embargo, lo que más me preocupó fue la
percepción de que el colectivo de presos políticos atravesaba por una etapa de
reflujo, y algunos de sus integrantes parecían estar viviendo una fase de
adaptación a la cárcel, por lo que su actitud ante la guardia y la institución
en su conjunto, la encontraba un tanto conciliadora.
En el
ERON aunque nadie dormía en el piso, el hacinamiento se había incrementado
hasta niveles inimaginables, al punto que era imposible encontrar un lugar, por pequeño que fuera, donde pudiera
dejar de sentir la presión del encierro. En las celdas el espacio era tan
limitado que los cuatro presos que la cohabitábamos teníamos que realizar
nuestros movimientos corporales, como si fuésemos fichas de ajedrez que se
desplazan simultáneamente. Así, si alguno iba a utilizar el lavamanos, el que
estaba cerca de allí tenía que moverse hacia el retrete, y el de más allá avanzaba
hacia la puerta, mientras un cuarto
tenía que subirse al camarote. En una palabra, el espacio en las celdas es tan
reducido, que las diferentes actividades realizadas allí, generan siempre una
operación matemática de suma cero.
El espacio de las celdas
es tan reducido que las diferentes actividades que realizamos allí generan una
operación de suma cero
Debido a este hacinamiento los espacios para
los quehaceres diarios se sobreponían a tal punto que proyectaban las más
inéditas escenas de la vida cotidiana dignas de ser incluidas en la sociedad
Cortesana de Norbert. Elías. Así,
mientras un interno ingería sus alimentos sentado en el retrete (que hacía las
veces de butaca),a su lado otro recluso limpiaba su prótesis dental removible; o
expulsaba sus mucosidades presionando con fuerza su nariz y dejando al
descubierto una viscosa y pegajosa secreción de color verdoso que se deslizaba
lentamente a lo largo del metálico lavabo. No era extraño tampoco que quienes
evacuaban sus heces fecales compartieran el área del baño con una turba de
presos que enjuagaban su ropa a pocos pasos de allí y con quienes entablaban las más variadas
conversaciones, haciendo caso omiso de
los fétidos olores que invadían el perímetro del baño. En las mañanas el pastor
cristiano que elevaba sus piadosas oraciones al cielo al levantar su vista hacia el Altísimo, tropezaba;
en la segunda planta de la estructura, con
una hilera de enjutos glúteos que se visualizaban a través de un enrejado que a
manera de balcón daba al patio, y donde se ubicaban de espalda los internos
para secar sus desnudos cuerpos.
Acomodarme a ésta situación de hacinamiento
fue una labor que requirió de mucha disciplina y autocontrol. El agobio derivado
del exceso de interacción social me hacía
cada más huraño y me inclinaba a rehuir el trato con los demás reclusos. Al
final decidí fijar unas estrictas horas para la vida social que no dejó de
generar malestar entre los otros internos a quienes no les cabía la idea de que
alguien en una cárcel donde supuestamente “se tiene todo el tiempo libre del
mundo” fijara un horario de atención al público. Solo así pude retomar actividades
como la lectura y escritura. Aun así en
horas de la madrugada resultaba imposible leer sin afectar el sueño de mis
demás compañeros de celda, pues al encender la luz artificial iluminaba todo el espacio. En varias
ocasiones intenté leer a las tres de la mañana, pero entonces noté que uno de
mis compañeros se revolvía en su cama una y otra vez, mientras los otros dos
internos dormían profundamente. Como era un comportamiento reiterado, para
evitar roces innecesarios decidí abordarlo directamente y preguntarle si es que
la luz lo desvelaba. Fue enfático en decirme que no y me explico que desde niño
sufría de insomnio, pero que había descubierto una formula fabulosa para
dormir: masturbándose cada vez que se despertaba, y que, si acaso sentía yo,
que él se agitaba mucho no lo hacía por la luz artificial si no por……. la luz
Ángela de sus sueños. Más allá de estas situaciones, fueron los partidos de la selección Colombia (que concentraban
toda la población reclusa alrededor de una pantalla) los que me ofrecieron
momentos excepcionales para gozar del sublime placer de encontrar un poco de
soledad, y leer a mis anchas.
Pero si el hacinamiento alcanzaba unos
niveles preocupantes, la atención en salud para la población carcelaria era
verdaderamente crítica, llegando a plantearse la emergencia carcelaria en ese
campo. El número de tutelas para exigir atención médica crecía día a día y con
ellas los incidentes de desacato. El sistema de salud en las cárceles estaba a
bordo de colapsar. De hecho, colapsó y CAPRECOM desapareció planteándose un
nuevo modelo de salud para las personas privadas de la libertad, que ha
resultado peor que el anterior.
La muerte de internos por desatención médica
se volvió una constante; sólo en el segundo semestre del 2015 en nuestro patio
murieron dos compañeros sociales por esta causa: Pablo Javier de una hemorragia
cerebral que le sorprendió en medio de la noche. Su deceso, ocurrido pocas
horas después, puso al desnudo las insuficiencias en la prestación del servicio
de salud a la población privada de la libertad en el ERON de Bogotá: la falta
de infraestructura sanitaria y de personal idóneo para una atención médica
adecuada y oportuna; la carencia de medios apropiados para trasladar pacientes
en delicado estado de salud hasta el área de sanidad ubicada, inexplicablemente
en el séptimo piso de la estructura; la negligencia del personal de guardia y
custodia para atender con celeridad los casos de urgencia; y la ausencia de
ambulancias para la remisión de internos graves a un centro hospitalario externo.
Isaac fue otra de las víctimas de estas
falencias en el servicio de salud. Durante meses convivió con una tuberculosis,
que sólo le fue tratada cuando ya era irreversible. En la noche lo escuchábamos quejarse de altas fiebres que le hacían alucinar, y que él
en sus creencias religiosas, asumía como una lucha contra las fuerzas del mal.
En los días que antecedieron a su fallecimiento se acercó hasta mi improvisada
“Oficina jurídica” para pedirme que le elaborara una tutela, amparando su
derecho a la salud. Me comprometí a redactarla esa noche y entregársela al día
siguiente. Así lo hice, pero cuando fuí a buscarlo para tomar su firma y su
huella digital, me enteré que en horas de la madrugada había sido llevado de urgencias al hospital de “El Tunal” del
que jamás retornó, y como en el tango de Òscar Agudelo solo quedó “la cama
vacía”.
La ausencia de sol, la deficiente ventilación
de los patios, la falta de agua potable, las pésimas condiciones de higiene en
la zona de alimentos, la indebida manipulación de los mismos, la fría atmósfera
que genera la estructura, así como la situación del hacinamiento, entre muchas otras,
son condiciones propicias para minar la salud hasta del más sano y robusto
organismo. El mío no constituyó la excepción. Fue así que las jornadas de
desobediencia civil impulsadas por los prisioneros políticos de las FARC en más
de 20 cárceles del país, exigiendo la liberación por razones humanitarias de
todas y todos los prisioneros enfermos, ancianos, discapacitados y mujeres en
gestación o lactantes, y que alcanzaron su cenit en noviembre, me sorprendieron
con una gripe crónica, acompañada de frecuentes diarreas que alternaban con un estreñimiento
recurrente.
Las
pésimas condiciones de higiene minan la salud hasta del organismo más robusto y
sano
Tras una obligada pausa, por los festejos de
fin de año, las jornadas de protesta en pro de la salud volvieron a repuntar en
enero y gran parte de febrero. Para entonces el ERON se había convertido en un
inmenso sepulcro de seres cuasi vivientes que vagaban como sombras por los
pasillos o yacían moribundos en sus camarotes de concreto, aguardando la
atención especializada de un galeno o la realización de una inminente
intervención quirúrgica para salvar ya fuere un brazo o una pierna casi
gangrenada de la cual manaba pus. Fue necesario entonces radicalizar nuestras
formas de protesta y un significativo número de presos políticos nos sumamos a
la huelga de hambre indefinida; algunos de ellos fueron incluso más allá y
optaron por coser sus labios. Al concluir la misma, una vez conformada la mesa de interlocución con
el Ministerio de Justicia y otros organismos estatales, mi aspecto físico era
tan deplorable que cuando solicité a la profesional de medicina que certificara
mi condición de ayuno prolongado, me lanzó una mirada lastimera diciéndome:
”usted está loco”.
-¿por qué? –le pregunté
-porque en lugar de estar haciendo huelgas de
hambre –me respondió- lo que usted necesita es comer y engordar más.
Mientras me practicaba los exámenes de rigor,
le hice una larga y argumentada sustentación sobre las motivaciones que nos
habían llevado a la huelga. Después de escucharme con paciencia Jobesiana, su
gestos corporales indicaron que mi exposición no le había causado mayor
consideración ya que puso tres fórmulas sobre la mesa: en la primera ordenaba
una valoración con la nutricionista; en la segunda recetaba un suplemento
alimenticio para la anemia y en la tercera me remitía a una consulta con…..el psicólogo.
A la problemática de salud y hacinamiento se sumaba el tema de la visita
conyugal y familiar. Es cierto que con relación al reglamento interno inicial
el tiempo de permanencia de ésta había aumentado de 4 a 8 horas, al igual que su
frecuencia (una vez por semana), pero estos cambios se hicieron en detrimento
de las condiciones en que ahora debían ser recibidas. Esto es, en toscos
cambuches armados con sábanas, muy próximos entre sí, y que exigían una ceguera
y sordera colectiva para invisibilizar los movimientos espasmódicos del amor, y
hacer inaudibles los gemidos mal camuflados por vallenatos y música ranchera
colocada al máximo volumen. En ocasiones era inevitable escuchar fragmentos de
conversaciones, que si transcribo algunos de ellos es únicamente por su interés
sociológico:
-Yo a usted lo quiero mucho, pero no me
obligue a hacerlo por detrás.
-Pero si yo, te cumplo con todo, entonces
¿Por qué tu no me cumples?
-Amor ¿Qué
es la jodera con la mona? ¿acaso tu no tienes culo, tetas y chocha como
ella? ¿Por qué ese fantasma? ¿te sientes inferior a ella?
Pese a esta clara negación de la intimidad,
cuando un grupo de presos del ELN ganó la tutela para que se amparara el
derecho a la dignidad de la visita, los funcionarios del INPEC, haciendo uso de
su acostumbrada estrategia de azuzar las contradicciones entre los mismos
internos, difundió la falsa información que por culpa de los presos políticos
que habían interpuesto la tutela se iba a reducir la visita femenina a cuatro
horas. Este infundio generó una agresiva reacción del sector de presos
sociales, que estuvo a punto de derivar en un linchamiento en contra de los
accionantes, quienes se vieron obligados a desistir de la misma. Desde entonces
el tema de las visitas se convirtió en tabú en el interior del ERON.
Los
cambuches para recibir la visita exigen
una ceguera y sordera colectiva
Hasta ahora no he aclarado pero es tiempo de
hacerlo, que el único cambio significativo que advertí a mi retorno al ERON fue
la puesta en marcha de los llamados “comités de convivencia”, algo así como una
junta directiva del patio integrada por un representante del sector social,
otro de los paramilitares y un tercero de los presos políticos de guerra. Sólo
que a mi llegada, estos últimos se habían marginado del mismo, el patio era
“llevado” (para expresarlo en jerga carcelaria) por los dos primeros grupos.
Nada sabía de ésta situación, por lo que no pude ocultar mi desconcierto,
cuando el representante de los paramilitares y de los sociales, que integraban
el comité, me obligaron a sentarme frente a ellos para darme lecciones de buen
comportamiento y conducta en el penal: no puede escupir en el pasillo; debe
respetar la fila; no está permitido consumir vicio; debe respetar los horarios
del televisor; debe salir a tiempo para la contada, entre otras. Me incomodaba
saber que estos hombres que cargaban con un largo historial delictivo
estuvieran impartiéndome una cátedra de “buena convivencia”. Mi inconformidad
se transformó en indignación, cuando al día siguiente me llamaron de nuevo,
esta vez para una amonestación por estar
“propiciando desorden en la fila para el desayuno”. Según estos virtuosos del
orden mi “delito” fue haber recibido un
plato en la fila a un compañero a quien había prometido compartir mi caldo de
papa.
-Cumpla las normas profesor y evítese las sanciones –me dijo el
paramilitar que parecía ser el más incisivo a la hora de censurar mi “mala
conducta”.
En el penal se sabía que este interno estaba involucrado en hechos de
corrupción relacionados con el manejo del expendio donde redimía horas. Uno de
estos negocios era el de acaparar el café, para generar escasez y entonces
revenderlo -a través de terceros- hasta dos y tres veces su precio normal. No obstante
la gran mayoría de los reclusos le rendía una hipócrita pleitesía, aunque a
puerta cerrada denigraban de él. Por mi parte opté por eludir deliberadamente
su saludo, como un medio para hacerle sentir mi desconocimiento de su
autoridad. La situación no pasaba desapercibida por cuanto en la cárcel el
saludo entre internos tiende a repetirse los centenares de veces que se produce
un encuentro” face to face”.
Justo será decir en honor de la verdad que las prevenciones contra este
sector de la población carcelaria provenían de mi parte, pues en general los
paramilitares se mostraban bastantes respetuosos conmigo y hasta me buscaban
para pedirme opiniones sobre un determinado tema político o jurídico; también
para solicitar mi ayuda en la elaboración de alguna carta, comunicado o
documento escrito. Todo lo cual con el tiempo fue despejando el camino para
establecer una relación más fluida nacida sin duda de nuestra condición común
de personas privadas de la libertad.
En cuanto a los presos sociales estos constituyen una franja de la
población marcadamente heterogénea; no obstante, si dejamos de lado el sector
dedicado al microtráfico de sustancias psicoactivas y a la masa de consumidores
que se hallan irremediablemente sumergidos en el mundo de la adicción a las
drogas. Podría decirse en términos generales que el conjunto restante expresa,
en grados variables, una cierta sensibilidad hacia los planteamientos de
justicia social por parte de los presos políticos. Por ello no es extraño que,
los llamados “patios de la guerrilla” participen en los espacios de convivencia
e incluso se sumen a las jornadas de protesta y desobediencia pacífica
organizada por los presos políticos.
Pero como el pabellón donde me encontraba cohabitaban los tres sectores
representados en el comité de Convivencia, el retiro de la guerrilla de éste
por desavenencias, debilitó, con el paso de los meses, a los paramilitares y
sociales, y les resultó imposible ejercer un control real del pabellón, así que
un día cualquiera reunieron a los internos para comunicarles que “el patio
quedaba suelto”, esto es, palabras más palabras menos, que a partir de ese
momento en el patio imperaría “la ley de la selva”. Así sucedió. En cuestión de
semanas se expandió el consumo de pepas y bazuco, mientras diferentes bandas se
disputaban el control del microtráfico; el ”escobeo” o hurto indiscriminado se
generalizó y en cuestión de segundos empezaron a desaparecer como por arte de
magia, toallas, zapatos, camisas, pantalones y hasta calzoncillos; la basura
era abandonada en el piso, gruesos escupitajos empantanaban el piso poniendo en
riesgo la salud pública de los reclusos. En síntesis, nadie se sentía obligado
a cumplir con las normas de convivencia.
A lo anterior se agregaron las continuas disputas y agresiones con
cuchillo: una palabra mal dicha, una promesa incumplida, una mirada inoportuna
y hasta un roce involuntario era motivo suficiente para suscitar una riña con
arma blanca. Esto último me obligaba a ser muy cuidadoso. Para mi consuelo la
mayoría de internos se mostraban benevolentes con mis continuas torpezas como
en aquella ocasión que dejé caer el jabón de baño de un preso social en el
retrete o cuando derramé un vaso de avena hirviente sobre la blanca bata del
palanquero.
-No se apure profesor que estas cosas nos suceden a todos -se apresuró a decirme con un tono
indulgente.
No sabía o fingía no darse cuenta que dichos accidentes me ocurrían con
una preocupante frecuencia.
Una de las últimas peleas que presencié en el ERON fue a finales de febrero,
poco antes que los presos políticos fuésemos trasladados al patio 4 del viejo
penal donde nos encontramos hoy. Ocurrió un domingo y de no ser porque buena
parte de los internos se encontraban en la zona de visita el hecho hubiese
tenido un desenlace fatal. Todo inició con una discusión entre dos presos
sociales que derivó en un enfrentamiento a cuchillo. Hasta aquí nada diferente
a las riñas que de un tiempo para acá nos veníamos “acostumbrando” y que por lo
general no trascendía a mayores, pues una vez pasado el acaloramiento se
retornaba a la convivencia “normal”. Lo
diferente en este caso es que uno de los contendientes -protagonista de anteriores riñas- quedó
bastante molesto por los rasguños recibidos en diferentes partes del cuerpo
y horas más tarde, cuando vio a su rival
hablando por teléfono le clavó varias
puñaladas en la espalda, quebrantando unos de los principios tal vez más
sagrados en la cárcel: “no atacar a otro preso en estado de indefensión”, por
lo que su conducta generó una generalizada y refleja reacción de repudio entre
quienes presenciaron la escena. Casi de inmediato hizo su aparición un
heterogéneo grupo de paramilitares, guerrilleros y sociales acompañados de
garrotes y cuchillos; y mientras algunos auxiliaban a la víctima, otros se
ocupaban de inmovilizar y castigar al agresor que apenas si tuvo tiempo de
escapar hacia la reja, donde le recibió la guardia que acabó de molerle a palos.
La confusión fue total.
Los que estábamos en la celda al advertir el barullo salimos, pero pasaron
unos largos minutos antes de tener claridad sobre lo que estaba sucediendo. En
un gesto instintivo quienes tenían celulares los ocultaron con rapidez y se armaron
como pudieron pues en estas situaciones de caos, la alerta es masiva ya que no
se sabe de dónde puede provenir la agresión. Algunos guerrilleros y
paramilitares lograron apaciguar los ánimos y controlar la situación, pero no
por mucho tiempo porque los
supuestamente llamados a garantizar el orden en el penal, fueron los primeros en propiciar el caos. De modo
tal que a los pocos minutos, cuando ya todo estaba en calma, ingresó un
contingente de hombres perteneciente al cuerpo de custodia y vigilancia, y como
ha sido su usanza disparó indiscriminadamente bombas lacrimógenas. Cabe advertir
que en un espacio con las características arquitectónicas que he descrito, sin
mayor ventilación, el pasillo quedó convertido en una perfecta cámara de gas. Uno
de los internos que previamente había tratado de mediar en el conflicto, al
tener una cercanía con los dos presos involucrados en la riña, fue señalado por
la guardia como cómplice del agresor. Cuando al fin permitieron aclarar que no
era así ya había sido objeto de una lluvia de golpes y patadas por parte de los
uniformados y encerrado en la unidad de tratamiento especial (UTE).
A nosotros se nos mantuvo un buen tiempo en el patio semidesnudos, y
cuando retornamos a la celda encontramos las colchonetas, ropa, artículos de
aseo, sabanas, cobijas, libros y cuadernos dispersos por el suelo. Escenas
similares se repitieron en las demás celdas. Era la una de la tarde cuándo
fuimos encerrados en ellas, y así permanecimos hasta el día siguiente. No
podría afirmar si fue por el gas pimienta, el consumo de los alimentos del
rancho, o las dos cosas al tiempo, lo cierto es que eses día tuvimos que hacer
uso del excusado una y otra vez, con el agravante que no había agua y el
retrete en las celdas no está encerrado en cabinas sino expuesto
a las miradas de los internos. En aquella ocasión tuve la convicción que los gases lacrimógenos
disparados por la guardia resultaban menos letales que los gases orgánicos que
se respiraban en este espacio de 3x4m.
Así estaba la delicada situación que vivíamos en el ERON-Picota en el
momento que se hizo efectiva la orden de
remisión de presos políticos al patio 4 del viejo penal. Esta concentración
había sido anunciada por el Alto Comisionado
para la paz, en el marco de las jornadas de desobediencia pacífica que veníamos
adelantando los presos políticos en diferentes cárceles del país por la
solución a la problemática de salud, como un publicitado gesto de confianza por
parte del gobierno, en el contexto de los diálogos en la Habana (Cuba) entre
los delegados de paz de la FARC-Ep y los representantes del gobierno.
La noticia de la “concentración” generó una gran expectativa entre los
presos políticos. Sin embargo, dos meses después aquel entusiasmo inicial se
había convertido primero en frustración y luego en escepticismo frente a
cualquier “gesto unilateral de paz” por parte del gobierno, dado que ni
siquiera los 30 rebeldes que el presidente Juan Manuel Santos prometió indultar
habían salido de la Cárcel. Bueno, seamos justos, sí hubo un guerrillero de la
lista de indultados que para ese
entonces había recuperado su libertad…pero lo hizo por pena cumplida. Los demás
saldrían en las semanas siguientes como gotas de agua que penden de un grifo
que acaba de cerrarse.
Mientras tanto aumentaban las tensiones entre algunos sectores de la
población reclusa que tejían insospechadas alianzas y se aprovisionaban de
armas artesanales en la perspectiva de asumir por la fuerza el control del patio,
una vez se marchara la guerrilla. Tras muchas especulaciones sobre la suerte
que correríamos los políticos, a principios de marzo empezamos a observar
cierto movimiento de presos internos dentro del ERON y sorpresivamente el patio 3 fue desocupado; unos con gran
decepción creían que seriamos trasladados a este sitio; otros afirmaban que
dicho patio estaba siendo acondicionado para las visitas. Algunos más afirmaban
que allí serían congregados todos los presos políticos del país comprometidos
con “delitos de Lesa Humanidad”. En fin las conjeturas eran numerosas, sin duda
porque en los centros de reclusión el rumor es la cristalización colectiva de
los anhelos o temores individuales.
Cuando al final el patio 3 fue atiborrado con un grueso contingente de
presos sociales traídos del viejo penal, tuvimos la certeza que nuestro
traslado sería inminente. Llegó así el
12 de Marzo. Siendo esta fecha un sábado de visita masculina, había preparado
un pesado y voluminoso paquete compuesto de ropa, artículos superfluos,
escritos y documentos, entre otros, para enviar fuera previendo que se
avecinaba un traslado y necesitaba aligerar mi carga. Por causas circunstanciales
ese día sin embargo no recibí visita de familiares ni de amigos. La sorpresa
fue que ese mismo sábado a eso de las cinco de la tarde, la guardia entregó al
ordenanza un largo listado de remisiones el cual incluía mi nombre. En el ERON
sumábamos más de cien traslados: encadenados por parejas, como si fuéramos los
peores criminales y cargando a la espalda nuestras pesadas maletas con
colchoneta incluida fuimos conducidos, en fila y a pie, hasta el penal mientras
el cuerpo de custodia nos hostigaba física, verbal y psicológicamente. El
cuadro era humillante, cualquier observador desprevenido tendría ante sus ojos,
una clara evidencia de los tratos crueles e inhumanos que en el INPEC inflige a los reclusos.
Una vez llegamos al penal se nos practicó una exhaustiva requisa. Para
mi desgracia tuve que lidiar con un guardia que se ensañó conmigo. Su actitud déspota
se notaba en la agresividad con que lanzaba mis pertenencias al piso, al tiempo
que las iba arrastrando a un lado con ayuda de sus sucias botas. Al revisar mis
numerosas carpetas, no lo hizo ojeando documento por documento, si no que los
desparramó por el suelo y varias hojas que se hallaban sueltas se las llevó la
fuerte brisa que soplaba a esa hora de la noche. Intenté reaccionar pero esta
vez no tuve las fuerzas para hacerlo, mi agotamiento superó mi indignación. Lo
cierto es que una semana después todavía me quejaba no solo de un fuerte dolor
de columna sino, también de mi silencio, más aún cuando reparé que el marco de
mis lentes lo había roto aquel guardia. En mi interior me reprochaba haber
asumido una actitud dócil y pasiva frente al abuso cometido por la guardia. Recordé
entonces que en sus reflexiones sobre el Holocausto Judío (sobrevivir), Bruno
Bettelheim señala cómo los reclusos con el tiempo avanzan de una etapa inicial
de rebeldía y resistencia hacia una fase
adaptativa, donde su lema pareciera ser “como vivir lo mejor posible en la
prisión”, lo cual pasa por eludir los enfrentamientos con los guardias ¿no
estaría yo asumiendo esta misma línea de conducta que meses atrás endilgaba en
tono crítico a mis compañeros del colectivo de presos políticos? A la postre me
conformé con la idea autocomplaciente de que en prisión hay días en que somos
tan frágiles, tan frágiles… Arribamos al penal a eso de las nueve de la
noche y fuimos recibidos por los compañeros del colectivo de presos políticos
que aunque pequeño en número, tenía en sus manos la dirección del patio cuatro
del penal, y hasta pasada la media noche
estuvieron haciendo los ajustes necesarios para acomodarnos en las celdas,
donde quedamos alojados hasta cinco
internos en un espacio de 3mx3m.
Los presos
políticos fuimos hacinados en el patio 4
de la Picota
El gobierno incumplió su palabra de otorgarnos un patio especial,
como en su momento lo habían hecho con
los paramilitares que fueron cobijados por la ley de “Justicia y Paz”. A estos
últimos se les asignó un patio para
ellos solos, con regímenes de visita dos veces en la semana, redes de internet
y la atención de un equipo de profesionales (psicólogos, sociólogos, trabajadoras
sociales) que garantizaría su “reinserción" a la vida civil. Contrario a
ello los presos políticos fuimos
concentrados en condiciones de habitabilidad en algunos aspectos incluso
inferior a las que disponíamos en el ERON; con niveles altísimos de
hacinamiento, pésima dieta alimenticia, servicio de salud precario y una
incontrolable plaga de chinches de la cual pude librarme gracias a la acción
exterminadora de un buen contingente de cucarachas que cohabitaban en mi celda, se convirtieron por aquello de la
selección natural, en mis mejores aliados en la lucha contra estos molestos
vampiros del cuerpo humano. La única
ganancia visible en ese momento pareció ser el contacto con la luz solar que,
entre otras cosas, estuvo a punto de causarnos una insolación, por nuestra
prolongada exposición al sol a que nos vimos sometidos el día siguiente,
domingo de visita femenina, pues por el
alto número de internos (setecientos presos de los cuales aproximadamente 120
éramos apenas presos políticos), quienes no recibíamos visitas tuvimos que
permanecer en el patio desde las 6 de la mañana hasta las 3:30 de la tarde.
En
muchos aspectos las condiciones de habitabilidad del penal eran peores que en
la del ERON
En el penal las primeras semanas los choques de la guerrilla con el
cuerpo de custodia y vigilancia fueron intensos, pues dado el bajo nivel organizativo
de los presos y el control ejercido por las llamadas “plumas” o “casas” que
actúan de la mano con la guardia, imperaba un régimen de terror y corrupción.
Desde nuestra llegada estos últimos se pusieron a la tarea de crear un clima
adverso en el penal, propalando mentiras como que la guerrilla venía a
maltratar y sacar los presos que no pertenecían a ella. Sin embargo, el tiempo
fue mostrando la capacidad organizativa de
los presos políticos para establecer una
convivencia con los demás sectores de la población reclusa.
Por su parte, las tensiones entre el cuerpo de custodia y los prisioneros políticos de las FARC-EP,
llegaron a su punto máximo cuando estos últimos tomaron la decisión de no
seguir pagando los cobros extorsivos que venían haciendo desde muchos años
atrás. En represalia vino el operativo de requisa del dia19 de Mayo, el cual se
desarrolló con lujo de violencia: destruyeron camas de madera compradas por los
mismos internos; hurtaron objetos personales como relojes, lentes, alimentos,
enlatados y artesanías, entre otros; permitieron que sus perros guardianes
hicieran deposiciones orgánicas sobre la ropa de los reclusos. La sevicia con que
actuaron llegó a tal extremo que al preso político José Ángel Parra, le
destruyeron medicamentos vitales de difícil consecución, para el tratamiento de
su leucemia.
En dicho operativo me fueron sustraídos de manera ilegal y arbitraria mi
libreta de apuntes, algunas denuncias sobre tortura, incumplimiento en salud y
alimentación, así como el original y el borrador de este escrito, que he vuelto
a rehacer como un testimonio de lo que han sido estos doce
meses de prisión que con mi reclusión anterior suman ya tres años privado de la
libertad. Un intervalo temporal bastante
largo, para alguien que ha dedicado su vida a la docencia e investigación. No
obstante, algunos connotados “humanistas”, miembros de esa categoría de
intelectuales que Elías Canetti solía denominar “medianos”, consideran que dos
años (sic) es un tiempo demasiado corto para mantener tras las rejas a alguien
que ha sido absuelto en primera instancia, de un delito que se le ha imputado
sobra la base de pruebas ilegales.
Para estos escritores que -en
palabras del mismo Canetti – son expertos en el arte de moderar todo cuanto les
llega para no salirse de sus propios límites; que siempre consiguen
tranquilizar a sus auditorios; que jamás permiten que su humor se pase de la
raya; y que emiten juicios rotundos, sobre todo cuando éstos encajan a la
perfección con el pensamiento hegemónico. A estos “forjadores de opinión
pública” que ahora para el llamado “posconflicto” seguramente preparan su gran
disertación sobre la guerra como si ésta hubiera sido un sueño “pero un sueño
de otros”, a ellos les vendría bien visitar estas cárceles. Porque aquí “neutralidad”
es un calabozo sin agua y sin luz para el que reclama sus derechos; aquí “imparcialidad”
es prisión intramural para el que roba
un celular y casa por cárcel o libertad condicional para el que desfalca el
erario público; aquí “objetividad” es privar de beneficios jurídicos al que protesta
pacíficamente y blindar de garantías judiciales al que ha impedido por las vías
violentas la expresión de cualquier pensamiento disidente; aquí “acción
comunicativa” es un garrotazo en las costillas o en cualquier otra parte del
cuerpo, para aquel que se atreva a cuestionar un atropello de la guardia; aquí
“justicia” es un centenar de hombres y mujeres, con enfermedades terminales y/o
lesiones de guerra, que esperan la muerte tras las rejas por desatención
médica.
Lo anterior no quiere decir
que concomitante con su condición de víctima el preso rezume altruismo por
todos sus poros. Al contrario, su condición dependiente y su aislamiento le
hacen más egoísta; siente que merece todo por el hecho de estar recluido en un
penal donde se le priva de sus derechos fundamentales y no es extraño que
someta su núcleo familiar a la lógica carcelaria; demanda todo, hasta lo
imposible; pretende ejercer control del mundo exterior desde un teléfono, y
nada le molesta más que no respondan a tiempo sus llamados; suele atribuir a
otros los defectos propios y él mismo tiende a ser mitómano; mira con sospecha
a sus compañeros de reclusión que todavía reciben la visita de familiares y
amigos; si alguien le presta un servicio, asume que es una obligación que se lo
sigan prestando. Quienes tienen poder económico o delincuencial suelen ser
despóticos con sus compañeros y excesivamente obsequiosos con la guardia.
A pesar de dichas
situaciones estos años de prisión me han permitido comprender que en cada uno
de nosotros los reclusos hay una historia de tragedia, de exclusión social, de
persecución política, de desprecio, estigmatización y sobre todo de mucha
soledad y abandono. No ha sido mi caso, pues he contado con la generosa
solidaridad de miles de hombres y mujeres que han estrechado sus manos y
agigantado su voz para clamar por mi libertad y denunciar el oprobio a que
estoy siendo sometido, con la convicción que esta es una causa colectiva en
defensa del pensamiento crítico.
****
Tengo una gran dificultad en
concluir estas líneas; los gélidos y prematuros fríos de Agosto recorren como
un fantasma el penal. No hay ropa térmica ni bebida caliente que detenga este
penetrante frío que horada la piel y cala hasta la medula de mis huesos. Pienso en el poeta César Vallejo
aterido en París; sus sufrimientos y desvalimientos vibran cerca de mis oídos.
Me
moriré en Paris con aguacero
Un
día del cual tengo ya el recuerdo
Me
moriré en Paris – y no me corro-
Jueves
será, porque hoy jueves que proso estos versos, los húmeros me he puesto a la
mala……..
Pero más que los fríos
glaciales, los cíclicos quebrantos de salud y las recurrentes epidemias virales
que a diario non postran en cama, nos hiere la previsión de un sistema que ávido
de venganza ha hecho de éstos centros de reclusión auténticos sarcófagos
humanos y pandemónium del vicio, para el envilecimiento y degradación de la
condición humana. Ni más ni menos: tumbas anticipadas donde habita el dolor, la
desolación, la angustia, la desesperación y los lamentos que versificara Dante
en su recorrido por los siete cirulos
del infierno.
Verdaderas bóvedas del
terror que, hay que decir, se mantienen y expanden ante la complaciente mirada
de una sociedad que aplaude el endurecimiento de las penas como solución a los
agudos problemas de exclusión y violencia que engendra el capitalismo (y
nuestros ilustres “humanistas” constituyen un claro ejemplo de estas visiones) sin
reparar que –como acierta en decirlo el personaje de Swift que ejerce como rey
en el país de Brobdingnag “quienes mejor
explican, interpretan y aplican las leyes son aquellos cuyos intereses y
habilidades consisten en pervertirlas, destruirlas y eludirlas”.
En este infortunio común de
ser víctimas del aparato judicial y su sistema penal y carcelario lo que nos ha
permitido demolerlos muros de Babel y hablar una misma lengua. O acaso ¿alguna
vez imaginé compartir cotidianidad con hombres acusados o condenados por
homicidio, hurto, rebelión, paramilitarismo, narcotráfico, secuestro, parricidio, delitos sexuales, fraudes y
tortura? O ¿tomar un café con hombres de confianza de “Don Berna”, “Otoniel y
“Los Buitrago”, entre muchos otros? O entablar largas conversaciones con autores
de abominables crímenes como la Escombrera en la Comuna 13 de Medellín, para
escuchar su historia y sus razones o también para sugerirles acciones de
resistencia civil frente a los atropellos del INPEC?.
Confieso que al hacerlo no
dejé de preguntarme, una y otra vez, si esta conducta estaba trasgrediendo mis
fronteras éticas. Sin embargo, hoy creo tener más claro el sentido de una
tragedia humana que hizo de todos ellos instrumentos de odio y venganza.
Alguien decía que: “quien no es capaz de sentir en sí mismo las alegrías y los
pesares de todos los seres vivos, no es un ser humano”. Si es así, puedo
afirmar que estos tres años de injusta prisión me han convertido en un ser más
humano.
Centro
Penitenciario la “Picota”
Patio
4 Agosto 3 de 2016
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