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La Marcha de los Condenados
Publicado por Larga vida a las mariposas
A las 13:40
[Con Cero Comentarios]
Por: Lucas Restrepo Orrego [1]
Artículo publicado en el periódico Voz
del 31 de julio de 2013, página 9
En tiempos de virreyes y del derecho
indiano, la marcha de los condenados constituía una parte muy importante del
ritual punitivo colonial: la exposición pública del cuerpo del desgraciado, a
veces a pie, a veces a caballo, vestido con el sambenito, en compañía de una
guardia modesta y el pregonero de la falta cometida. El destino final: la horca
en un lugar apartado o la quema del cuerpo del inmoral. La “fiesta punitiva”
estaba integrada tanto por los suplicios como por la gran marcha que
escenificaba de forma sangrienta, pero perfectamente racionalizada, la culpa
del condenado y en la que todo el pueblo participaba con su mirada, su
desprecio o su tímida simpatía.
Los tiempos cambiaron: de una parte, el
humanismo liberal se impuso en los discursos jurídico-penales y, de otra, el
suplicio fue paulatinamente abandonado por un castigo privado y exhaustivamente
reglamentado en miras a retomar el nuevo objeto del castigo: el alma y ya no el
cuerpo. Sin embargo, apareció de forma extraña a este movimiento liberal la
estrategia de la prisión: una rehabilitación sin rehabilitación que terminó ocultando
y aislado el suplicio, integrándolo a los pequeños mecanismos de control que
constituyen las instituciones de encierro. Mientras que, ya bien entrado el
siglo XIX, el mundo rechazaba los castigos físicos a través de los códigos
penales clásicos, en las nuevas cárceles de Francia, Bélgica y Estados Unidos
se implementaban pequeños rituales de tortura
como una parte esencial de la imposición de la disciplina interna.
Desapareció la humillación pública pero emergió, en su lugar, un sinnúmero de
humillaciones privadas operadas ya no por autoridades judiciales sino por agentes
administradores de la prisión.
Es así como, en nuestra sociedad, la cárcel
no puede funcionar si no es a condición de hacer recaer sobre el cuerpo del
prisionero un sinnúmero de castigos adicionales a la sola privación de la
libertad. “Intercambio” de tiempo de libertad por rehabilitación que viene
acompañado de un largo suplicio y que, en Colombia, adquirió ya dimensiones
brutales. Ahora bien, las importantes conquistas de los pueblos en las
declaraciones de derechos contenidas en el texto constitucional de 1991 son,
más que abstracciones humanistas, verdaderas reivindicaciones frente a los
estados de dominación y explotación presentes en nuestra sociedad.
Especialmente los prisioneros saben que el contenido de la dignidad humana
trasciende cualquier discusión teórica entre un profesor de derecho
constitucional y su alumno: ellos piden el control sobre sus cuerpos.
Pero ahora la brutalidad oculta ha empezado
a superar la privacidad de los muros de las cárceles colombianas, especialmente
de esas cárceles ilegales que son los ERON. Brutalidad perfectamente racionalizada
y acompañada de una mentalidad colonial degradante. Algo así como que “si lo
hacen en Estados Unidos, entonces es bueno”. Pues bien, a la insoportable
situación que están viviendo los presos en todas las cárceles del país, se suma
ahora una renovada “marcha de los condenados”, como en los tiempos de Carlos
III. Presos que llegan a las audiencias encadenados de pies y manos, rodeados
de un pequeño ejército de guardianes del INPEC, trasladados desde las jaulas de
los juzgados hasta las diminutas salas de audiencias de nuestro sistema
acusatorio, expuestos al escarnio y a la humillación pública.
En la ciudad de Cali, por ejemplo, con una
intensidad hasta paradójica vivimos esa humillación. La nueva obra pública, el
“Boulevard del rio” construido sobre la avenida Colombia, se convirtió en la
ruta de nuestra contemporánea marcha de los condenados: dos cuadras de este
hermoso sendero peatonal paralelo al Rio Cali
y que circunda el centro de la ciudad, son el nuevo callejón de las
humillaciones: personas encadenadas de pies y manos transitan difícilmente la
imponente obra, flanqueados por su azul escolta y observados no sin sorpresa
por algunos transeúntes. El contraste es sorprendente: un símbolo del “renacer
caleño” pareciera verse momentáneamente manchado por el lento y hasta ridículo
caminar de esos sucios “malandros”. No obstante, podemos lanzar otra mirada: aquel
progreso gris no puede venir si no está acompañado de la sangre y el sufrimiento.
El feo espectáculo que se ofrece en tan inmaculado lugar es un recordatorio:
caminarás por este boulevard libre o encadenado. Es tu decisión.
¿Y a semejante brutalidad que contestará el
INPEC o la Ministra de Justicia? Que se han presentado fugas, que la guardia no
tiene capacidad logística para responder a los pedidos de la justicia, que no
hay recursos para ofrecer un tratamiento humanitario, que algunos presos son de
alta peligrosidad. Y más allá de las respuestas obvias que cualquiera podría
ofrecer (que las fugas no son responsabilidad de los presos sino del INPEC
mismo, que no tienen por qué sufrir las consecuencias de la ineficiente
justicia colombiana, que la peligrosidad marcada por una acusación no autoriza
un tratamiento indigno, que la inocencia y la buena fe se presumen, etc.) lo
cierto es que a la Ministra no le interesa seguir escarbando las minucias de la
brutalidad punitiva y que al INPEC no le interesa más mala propaganda.
El caso de Cali es, pues, una incomodidad
porque es inevitablemente público y, sin embargo, es el modelo que se
implementará de manera generalizada. En un país donde la palabra “dignidad
humana” abunda en las sentencias judiciales pero escasea en la vida real, nada
mejor que hacer efectiva la función preventiva del castigo haciéndolo brutal,
público y desplegando con toda intensidad esa brutalidad en los escenarios más
simbólicos. Los tiempos de las masacres en la plaza pública no han terminado,
solo que ahora la sutileza es el signo de la barbarie.
Este escrito es un homenaje a las
prisioneras políticas de la Cárcel de Jamundí, quienes de forma valiente y
arriesgándose a castigos insoportables, han decidido denunciar la nueva “marcha
de los condenados”. En nombre de todos los presos del país, nos han pedido a la
sociedad colombiana que acabemos con esta ignominia. Que rechacemos estos
brutales encadenamientos y estas humillaciones públicas a que son sometidas.
Nos han pedido también que denunciemos y exijamos el fin de la tortura llamada
disciplina, porque no es solo carencia de recursos para atender a los presos
sino también estrategia para someter sus deseos y sus ideas.
[1] Abogado penalista y defensor de derechos humanos, egresado de la
Pontificia Universidad Javeriana Cali y Especialista en derecho público de la
Universidad Externado de Colombia. Miembro de la Corporación Colectivo de
Abogados Suyana y afiliado de ACADEHUM. Docente en derecho constitucional.
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